Asia a un lado, al otro Europa, y allá a su frente Estambul
El seminario ‘Palabra e imaginación’ ha viajado a Estambul dentro de su programa de estudios e investigación. Luisa Fontán, una de las estudiantes de este seminario comparte con nosotros su experiencia y la de sus compañeros a continuación.
Hay fechas que no dicen nada y otras que se vuelven imborrables. Es el caso del puente de San Isidro de este año. El miércoles pasado, once compañeros del seminario Palabra e Imaginación, maestreados y acompañados por Alejandro Gándara, partíamos de Madrid hacia Estambul en viaje de estudios. Nada más llegar se nos unió una amiga de Atenas. La tarde anterior habían muerto más de 300 mineros en Soma tras una deflagración que derrumbó varias galerías de una mina de carbón. Turquía estaba de luto.
En ocasiones unos cuentan las historias y los que escuchan las imaginan; en otras, no ocurre así. Evidente, pero no tanto. No siempre cuentan los mismos y no siempre cuentan las personas. Y aunque las palabras sean el vehículo y las imágenes se conviertan en lo permanente, es cada cual quien recoge y crea cuando imagina, parta de donde parta el logos. Esto viene a cuento de que Estambul no es una ciudad de ida y vuelta. Estambul es un lugar para instalarse un tiempo más largo y enterarse más y más; es un enclave para sentirlo en el tiempo desde ese trípode que mezcla mares y se debate entre oriente y occidente. Se pueden visitar regios palacios, bazares de los mil y un objetos, o mezquitas magníficas de colores o sobrias, pero aún así se queda uno con ganas. A medida que se sale del circuito visitable, lo que se adivina se va haciendo más y más apetecible y necesario a medida que pasan las horas y los días.
Y es que Santa Sofía, el Palacio de Topkapi, las Mezquitas azul y de Solimán, el Hipódromo romano, el Bazar de las especias y el Gran bazar, o San Salvador de Cora son comparables a cualquiera de los palacios, catedrales, museos y mercados de Europa; más maravillosos, si cabe. Impresionan. Hay mosaicos, vidrieras, minaretes, obeliscos, cúpulas, columnas de mármol y la serpentina de bronce traída de Delfos. Te dejan mudo. Emocionan.
Pero hay otro Estambul. El Estambul de la imaginación y el sentido, el que surge por ensalmo gracias a lo que aprendemos en la escuela y a los lugares y los objetos sin nombre de la ciudad, un Estambul que crea imágenes imposibles de fotografiar: el sabor de las berenjenas y del pan sin miga, la luz del Mar de Mármara –mar mar mar a–, el olor a azafrán y comino, la frescura del Estrecho del Bósforo, el tacto de la seda y el lino de las ricas telas, los bosques, Europa y Asia, el canto coral de las llamadas a la oración. El aguamarina sin marea del Cuerno de oro desde un barco tranquilo. El convulso amour fou de Kemal y Fusun coleccionado en los objetos del Museo de la Inocencia de Pamuk. La danza espiritual de los derviches de Dede Efendi Evi que se clava cada vez que se toma aire para respirar. Nosotros íbamos buscando eso. Después de algunos años estudiando a los antiguos, queríamos reconocer dónde estaba lo hebreo, dónde lo griego y lo romano de Estambul. A veces las preguntas se responden con sentido y no con palabras o erudición: a los pupilos de Gándara nos va esa clave porque estamos en ese asunto, busca que te busca en cuanto guiñamos un ojo, y luego los dos, para mirar de otro modo.
Lo que apetece ahora, nada más llegar a Madrid, es volverse a marchar en cuanto haya oportunidad a la ciudad emulsionada y doble para aprehender ese otro Estambul. Apetece instalarse con unos colegas en una casa estambulita y salir cada mañana a encontrar el Estambul imaginado después de tomar un café turco, disfrutar de la sobremesa del desayuno y coger un naipe de la baraja del oráculo: una amiga aprendiz de pitonisa nos ofrecía cada mañana el mazo para que eligiéramos entre las cartas vueltas, y luego cada uno buscaba en el libro del juego el cuento, la simbología y la recomendación oracular para ese día.
Y aunque no habrá consuelo si no podemos volver para quedarnos un poco más de tiempo, sí consuela saber que en octubre nos meteremos de nuevo en harina con Amor y dolor, el próximo seminario. En Estambul hemos probado las mieles del curso que viene con un aperitivo exquisito: el domingo por la mañana, con una temperatura fantástica, tomando té de manzana y fumando narguile, estuvimos en una madraza hablando de El banquete de Platón. Increíble y sensacional anticipo.
Nuestro paso por Estambul ha sido un viaje feliz e inolvidable.
Estambul, esa ciudad a la que define lo emulsionado más que lo acumulativo, es decir, hay de todo, pero no una cosa encima de otra, sino todas bien batidas entre sí (la diferencia entre una ensalada y un gazpacho), Alejandro Gándara. Estambul es doble. Es un enorme chal azul y verde esmeralda –estampado de minaretes blancos, flores de colores, puentes y gente amable– dejado caer sobre la tierra y el estrecho que comunica el Mar de Mármara y el Mar Negro. Pero allí, al fondo y arriba pero no tanto, como queriendo pasar desapercibidos, lucen el sol y la luna a la vez. Los dioses los han colocado juntos y adrede con mucho cuidado. ¿Querrán que volvamos?
He sido estudiante de la Escuela de Humanidades y escribo para agradecer que exista un sitio como este. Se aprende, se crece, se crea. Tenía la sensación de haberme perdido algo, de no haber aprendido lo verdaderamente importante. Me defraudó la Universidad y el Máster… Y tenía razón. Me estaba perdiendo lo importante.
¿Quién es la tía buena esa de los ojos verdes?
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