Almundena Cuesta. Alicia I

Alicia diseminada I: en el país de las maravillas

¿Es posible mostrar aún imágenes originales sobre el personaje más célebre de Lewis Carroll? Mientras la modernidad siga produciendo alicias por doquier, la adaptación del más perturbador mito infantil nunca escrito será necesaria, intempestiva, pues por mucho que respete al modelo iconográfico ya establecido -principalmente por las ilustraciones de John Tenniel y sus versiones populares en infinitas películas y juegos infantiles- esta exposición no busca tanto restaurar el espíritu victoriano del relato original, sino iluminar sus paradojas en la identidad contemporánea.

De igual manera que en su día Carroll convirtió una agradable excursión con Alice Liddle en el hilo conductor de El País de las Maravillas, Almudena Cuestaha convertido su experiencia cotidiana en un relato fantástico donde la identidad de Ana, capicúa tenía que ser, desmenuzada por la lógica de un cuento infantil entre el cómic y el cine. 
A través de sucesivos perfiles en rotundo blanco y negro, la inequívoca figura gráfica de Alicia en traje de bandas reproduce el juego formal de luces y sombras como unadialéctica ontológica de presencias y ausencias. Asimismo, retazos de frases recogidas en bocadillos e instantáneas fotográficas de estilo manga o manierismo underground, hacen de la continua observación de la protagonista un retrato sucesivo henchido de dobles sentidos. Parece que la incapacidad del arte moderno para cerrar un retrato definitivo sobre un ser querido pesa en Cuesta, que necesita abrir el rostro de Ana a una proliferación de perfiles, escalas y contextos, es decir, a un mito, a un personaje sin una personalidad definitiva; tan singular como recurrente, tan reconocido como imposible de ajustar a una pose, a una personalidad. 
Al fin y al cabo, el relato de Alicia es una lectura actualizada de las Metamorfosis de Ovidio, que Cuesta ha transportado a una mitología pagana de sentimientos de identidad, proyecciones e imágenes de sí, monólogos compartidos, y demás permanentes cambios de parecer de la subjetividad posmoderna.
La propuesta de Mariano López trabaja este retorno infinito de variaciones y permutaciones en el mito estructural de Alicia, gracias a una iconografía deudora de las mismas alteraciones diferenciales que produjo Manet sobre la superficie plana de la pintura occidental. Si Manet reinventó la iconografía clásica recopiándola, aquí se trata de desplegar Alicia sobre el pastiche de la pintura de Manet, en una dialéctica entre figuración y abstracción que sólo el pintor francés supo relacionar.
Trasladando Alicia al espacio de juego de la pintura moderna, ya sea éste entendido como un magma primigenio y abstracto en el que podemos dibujar virtualmente cualquier cosa, o bien una jaula estructuralista, donde las leyes simétricas del Ajedrez permiten combinaciones restringidas, López sumerge la belleza púber de Alicia en la identidad informe del espejoremovido por las aguas cenagosas de Venecia o en el jardín idealista, donde sitúa la enésima revisión manetiana del florentino Juicio de Paris. Sólo los pintores adultos saben que el pigmento es una dualidad entre el infierno de la materia informe y el paraíso de un jardín de belleza comestible. 

Por eso penetrar la dialéctica pictórica de Alicia es explorar la sexualidad infantil de la materia paradisíaca. En estoCarroll, pionero de Freud, llegó más lejos que el maestro vienés, pues trazó la vida sexual del niño con la topología del adolescente narcisista. Yo mismo he intentado desdoblar el paisaje interior resultante del autoerotismo de Alicia a partir de una anatomía invertida, recurso de Leonardo, que logra tornar por momentos grutas, ríos o selvas en los recovecos del paisaje figurativo.
El cuerpo neumático de Alicia se abre así a la polisemia abierta por la gruta donde desciende el conejo, el flujo cambiante del estanque donde aparece y desaparece el gato de Cheshire, o el voyeurismo del Étant Donné de Duchamp.
Alicia es el cuerpo sin órganos de la esquizofrenia, de la anorexia, cuyas partes se comportan como metonimias de un organismo hostil, pero también es el cuerpo de la paranoia, la sensación propioceptiva de amenaza exterior venida de la propia división sexual.

Mercedes de la Fuente ha conseguido convertir esta anatomía simbólica de Alicia en la mismísima metáfora del cerebro. En una suerte de sueño neurocientífico, abierto por las metáforas del vaso de agua y la cama, lasfotografías retocadas digitalmente por De la Fuente son los extremos acuáticos del mundo onírico de la conciencia.
Justo antes del despertar de Alicia a la realidad al contacto con su hermana, se rompe el hilo que une ambos mundos, inequívoco pasaje neuronal, que no logra hacer sinapsis entre el cristalino mundo de los sueños y el inefable amasijo de vísceras de la materia gris. De la Fuente presenta el sueño de una mente sumergida en el espacio sideral, entre internet y la metempsicosis de ultratumba, metáfora rectora de la obra maestra de Carroll: lograr traducir a la escritura automática del inconsciente el vínculo directo entre la creatividad del alma y las transformaciones más groseras de la materia, pero también pasar de la vigilia del sueño al relato de la ausencia de la conciencia (del relato), por una suerte de relato soñado.
Lola Vivas ha trasladado todas estas contingencias oníricas de Alicia a la psicopatología de la vida cotidiana, que diría Freud, allí donde la infancia y adolescencia narradas en femenino plural tienen los trazos de una fábula surrealista del vitalismo.
La presencia de juguetes y chucherías acentúa el territorio de interpretación infantil cuya llave de acceso conservan lasniñas empáticamente retratadas por la pintora. Lo más interesante es la dimensión trascendente que cobra la niña convertida en objeto de Anunciación, como si el cuerpo de Alicia fuera en los cuadros de Vivas la encarnación del relato que da comienzo a los evangelios, mediante una infancia edénica. 
Ya el Renacimiento se caracterizó por proyectar sobre la juventud toscana toda la vitalidad y esperanza del porvenir de los ancestrales cuerpos griegos, siempre transferidos por relatos míticos y escatológicos; ahora Vivas parece revivir aquellos milagros de la creación y madurez del alma bella en un entorno cotidiano, bajo el simbolismo fantástico del inconsciente infantil y la metamorfosis somáticas del adolescente. 

Existe todo un florilegio de textos, desde la Lolita de Nabokob al reciente Middlesex de Eugenides, donde las perversiones del sincero lenguaje de las niñas en los adultos llega a invertir la sexualidad de las palabras bajo los desdoblamientos estructurales de Alicia. 
Pues, heredera de la mejor tradición hermenéutica, la heroína de Carroll entra siempre en escena con un acento mercuriano por la alquimia, que no cesa de producir colisiones de dobles y proliferaciones de contrarios. Irene Aranda ha vuelto a trabajar el pasaje de la vida a la muerte mediante esta reacción química del organismo atomizado de Alicia: atizada por una malestar de la división celular, la versión de Aranda llega a reproducir un doble trágico del cuerpo, pues toda visión mística pasa por este desdoblamiento del iniciado, vidente convaleciente y diseminado por toda la composición, incluso a riesgo de perder su propia alma en la fuga del conejo blanco. Quizá la venda de Alicia sobre los ojos, más que esta metáfora del sueño revelado a la razón, sea la amenaza de muerte en una niña ya casi adulta.

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