2009
"Para vosotros una alfombra es una alfombra, para un turco no. Los españoles llevan la pintura en la sangre..."
LA ECH VIAJA A ANATOLIA
Por Nuria Labari y Ester L. Calderón
"Para vosotros una alfombra es una alfombra, para un turco no. Los
españoles llevan la pintura en la sangre. El museo del Prado, Velázquez, Goya,
Picasso... Los españoles no necesitan entender la pintura porque es suya. Yo no
robaría un cuadro de Dalí aunque lo tuviera delante, un español sí. Pero yo,
puesto ante una de las alfombras originales de la Mezquita Azul, no sé lo que
haría". Nedreb es uno de nuestros guías en Turquía y, sin saberlo, anticipa
todo lo que no vamos a entender de su país. Empezando por la belleza de las
alfombras. Es decir, no entenderemos la grandeza que existe en contemplar el
tiempo trenzado, sentido, hollado. Porque, como explica Nedreb: "Una alfombra
artesana pisada en la mezquita durante años tiene un valor tremendo. Es una
alfombra perfecta". Algo se nos escapa a nosotros, "los de los cuadros". Nos
gusta plasmar y escenificar para mirar. Mirar y entender de un vistazo, a ser
posible en museos, donde la belleza está quieta. Sin embargo, Turquía es un tejido
usado. Hermoso y gastado. Con algunas fisuras y con agujeros rehilvanados una y
otra vez que han ido cambiando el dibujo final. Quizás por eso algunos, cuando
se asoman a Turquía, no pueden dejar de ver en este país lo que no fue. O lo
que se quebró. El escritor Alejandro Gándara lo define así en su blog, El
escorpión: "Cristianos, griegos, romanos, hebreos y también musulmanes (el país
tiene un porcentaje por encima del 80 de esta religión, a la vez que exhibe una
constitución laica defendida por el ejército). Es como si nada hubiera salido
nunca del todo y, no obstante, se hubiera estratificado en la
conciencia". Una definición la de Gándara, que vale para Turquía como
podría servir para Europa. Y es que, pese a las dudas de entrada o no en la
Unión, lo incuestionable es que Turquía debería ser un símbolo para la memoria
europea. Aquí han estado y sentido todas las culturas que conforman la manida
"identidad europea". Una identidad hecha para ser mirada y gastada en las
bocas, una identidad "anti-alfombra", podríamos decir.
El mejor Apolo
El
templo griego de Apolo (siglo VII a.C.) en la antigua población de Dídima -hoy
Yanihisar, cerca a Mileto- es uno de los más bellos ejemplos de la memoria
griega en Asia Menor. Sin ir más lejos, fue el templo más importante dedicado a
Apolo durante el helenismo, superando en fama incluso al Oráculo de Delfos. La
sorpresa para los alumnos del seminario de la ECH, que han seguido ya los pasos
de los griegos en otras tierras como Grecia y Sicilia, y más concretamente los
del Dios Apolo, protector de la Escuela y de sus "hijos", fue encontrarse
el sobrecogedor santuario en la curva de una carretera secundaria, apenas
vigilado por un guarda y con un hostal a escasos metros invadiendo la
perspectiva.
Tres
de sus antiguas 108 columnas conservan su altura original y el resto salpica la
base con distintas alturas. El aliento de Apolo aún puede sentirse vívidamente
al final de la escalinata que conduce al antiguo altar, la pieza más antigua
del templo. Y es fácil que aquel que se coloque en el lugar que antaño ocupaba
la sacerdotisa sea capaz de sentir aún hoy el verdadero "entusiasmos", el
trance durante el cual se creía que Apolo entraba en su cuerpo y pronunciaba
profecías. Esta clase de magia no se encuentra en todas las ruinas y sin
embargo palpita en Dídima como si Apolo aún estuviera mirando a los recién
llegados. El templo (tercero más grande del mundo helénico tras el de Artemisa
de Éfeso, que más tarde visitarían los alumnos, y el Herarum de Samos) fue
destruido por Jerjes en el 479 a.C. y reconstruido después durante cinco
siglos, aunque nunca llegó a terminarse. La Turquía de los estratos. La
alfombra y sus dibujos.
Precisamente
el de Artemisa en Éfeso fue además una de las siete maravillas de la
Antigüedad. Antípatro de Sidón, el griego que inventó la famosa lista, lo
definía así: "He posado mis ojos sobre la muralla de la dulce Babilonia, y la
estatua de Zeus de los alfeos, y los jardines colgantes, y el Coloso del Sol, y
la enorme obra de las altas Pirámides, y la vasta tumba de Mausolo; pero cuando
vi la casa de Artemisa, allí encaramada en las nubes, esos otros mármoles
perdieron su brillo, y dije: aparte que desde el Olimpo, el Sol nunca pareció
jamás tan grande". La belleza que impactó a Antípatro se debía a 127
columnas de unos 20 metros de altura dedicadas a esta diosa, la de la
fertilidad desde que ayudara a nacer a su gemelo Apolo empujándolo fuera del
útero materno. A ella se fueron encomendando todas las parejas de la Antigüedad
(y de la posmodernidad) que deseaban tener un hijo y quién sabe si ayudó
también a venir al mundo a algunos de los mejores griegos, nacidos en tierras
turcas, como Homero (Izmir), Heráclito (Éfeso), Tales, Anaxímenes y Anaximandro
(los tres de Mileto); Epicuro (Samos)...
Sin
embargo, el 21 de julio de 356 a.C., día de otro importante nacimiento, el de
Alejandro Magno, ardía el templo de Artemisa hasta su destrucción. Plutarco
sentenció que Artemisa estaba demasiado preocupada por este hecho como para
salvar su propio templo en llamas. Cuando Alejandro libera la ciudad del poder
persa en el año 333 a.C., impresionado por los relatos de la destrucción del
templo, ofreció a los habitantes pagar todos los gastos de su reconstrucción,
pero la ciudad no lo aceptó. No obstante, el templo fue reconstruido gracias al
trabajo de los efesios y mantuvo su esplendor por varios siglos. Hasta que,
durante la dominación romana, una invasión de los godos en el 262 de nuestra
era acabó con él. Como por aquella época la mayoría de la población profesaba
el cristianismo, el templo no fue reconstruido y los restos se derribaron para
reutilizar sus materiales en otras construcciones. La Turquía quebrada.
Hoy
el templo de Artemisa sigue siendo un símbolo helenístico aunque sólo una de
las siete imponentes columnas que en su día formaron el atrio siga en pie. Su
aura se mantiene ‘intacta', puede que debido a que se sitúa en un enclave donde
la naturaleza actúa como el correlato perfecto de los esfuerzos mortales. "Es
el aroma del paraíso", describe Nedreb, cuando cruzamos la verja hacia el
templo. Amapolas, cantueso, adelfas... La humedad del lecho pantanoso sobre el
que se construyó el templo para darle estabilidad ante los posibles terremotos
palpita en el olor de la tierra fértil. Las ocas -y sus retoños- son las
guardianas de este territorio sagrado, cuidadas a su vez por un criador local
que las guarda bajo llave cada día, más preocupado de que le puedan robar su
negocio que de proteger ‘unas ruinas'. Tampoco hay postales ni tickets. A modo
de capitel, el nido de una cigüeña corona la columna. El pico del ave mira al
cielo como una flecha naranja y es imposible no pensar que, quizás, Artemisa
tenga también algo que ver con esa inexplicable relación entre bebés y cigüeñas.
Los efesios vivieron junto al templo de Artemisa aún tiempo después de ser liberados de los persas por Alejandro Magno. Sin embargo, pronto tendrían que alejarse de su diosa. Fue Lisímaco, sucesor de Alejandro, quién en el 289 a.C. decidió trasladar la ciudad de Éfeso hacia un nuevo emplazamiento más favorable, dos kilómetros al este, casi en la costa. Ante la negativa de los ciudadanos a la mudanza, el dirigente les echo un pulso inundando la antigua ciudad al cerrar las salidas del agua en un día de mucha lluvia. Lo que hasta entonces había sido su hogar quedó arrasado en el 322 a. C. y los efesios no tuvieron más remedio que vivir donde no querían. Un sentimiento de melancolía que de algún modo aún recorre la nueva Éfeso, que en el Apocalipsis fue descrita como "ciudad que ha perdido su primer amor".
Hoy las ruinas de Éfeso son unas de las más importantes del mundo occidental puesto que, ya bajo el dominio romano, su puerto se convirtió en el principal del Egeo. Es verdad que son mucho más espectaculares que cualquiera de los templos griegos que salpican la costa del Egeo, pero aquí ya no hay dioses. Aún se respiran, eso sí, el deseo de perpetuación de los sujetos, los infinitos esfuerzos individuales, cierta soledad. Estamos, en fin, en una de las primeras ciudades modernas. En el suelo aún están marcadas las indicaciones para dar con lupanares ocultos, la inmensidad de la biblioteca reluce vacía ante los flashes de las cámaras digitales, los guías enseñan las ordenadas letrinas como un símbolo de civismo romano... Aún falta por excavar y por reconstruir muchos de los restos encontrados, pero la ciudad se puede caminar de cabo a rabo: el odeón, el ágora comercial, las casas privadas, el templo de Domiciano, las termas de Vario, la avenida de mármol... En efecto, Roma también fue turca.
No
obstante, a medida que el puerto se fue sedimentando, la ciudad fue decayendo,
aunque desempeñó un papel crucial en el desarrollo del cristianismo. San Pablo
de Tarso -también turco- escribió después de visitar la ciudad su Epístola a
los efesios que se incluye, como todas sus otras cartas, en el Nuevo Testamento.
Pero
es en Santa Sofía, en Estambul, donde el cristianismo alcanza su máxima
expresión. La que fuera la iglesia más importante de la cristiandad, dedicada a
la sabiduría, es hoy la principal mezquita de la capital.
Con
más de 1.400 años es una muestra de la sofisticación de la cultura bizantina y
un prodigio arquitectónico. Nunca antes se había construido una cúpula de
semejantes dimensiones -50 metros de altura y 32 de diámetro- capaz de ‘volar
en el aire', y sólo dos más se consiguieron levantar después: el Panteón de
Agripa y Santa María del Fiore. Diseñada para ser un espejo del paraíso
cristiano en la tierra, fue convertida en mezquita por los otomanos en el siglo
XV.
Sin
salir de Estambul, los alumnos del seminario de la ECH recordamos algunos
versos sufís en la Madrasa de Ali Pasa, cerca del Gran Bazar. Leyendo algunas
de sus poemas recordamos que no hace tanto -hasta el siglo XV- cristianismo e
islamismo convivieron pacíficamente en los mismos territorios. Leer las rimas
de estos ‘enamorados del amor' hace pensar que, por qué no, quizás tenían razón
al ser los primeros en creer firmemete que todos los credos pueden acercar al
mismo Dios. "Diré: ¡Huq, huq!, ¡haq, haq!".
Es muy difícil decir adiós a un país que queda tan lejos de casa pero
que intuyes con raíces de hogar. Seguramente un paseo por el Bósforo sea el
mejor modo de despedirse. Un mar en continuo movimiento dentro de una
ciudad de 15 millones de habitantes, bordeado por árboles, palacios de antiguos
bajás y villas de recreo, imponentes fortificaciones otomanas y cientos de
embarcaderos.
Quien mejor describió lo que significa esta "garganta de agua" (en
turco) para la megalópolis fue el Nobel Orhan Pamuk en su libro ‘Estambul:
"Frente a la derrota, al desplome, a la opresión, a la amargura y a la
pobreza que pudren por dentro la ciudad, el Bósforo está unido en lo más
profundo de mi mente a las sensaciones de amor a la vida, de entusiasmo por
vivir y de felicidad. El espíritu y la fuerza de Estambul le vienen del
Bósforo".
Si Platón tenía razón y aprender es recordar, entonces una de las
claves del futuro europeo será pasear más por los paisajes de Turquía. Esta es
tierra fértil para comprender lo que fuimos y descubrir lo que ahora somos. En
todo caso, nosotros, "hijos de Apolo", volveremos (¿con los "nietos"?).